Derivas y trasvases en tiempos desquiciados

La belleza de una fórmula estriba en una combinación entre sencillez y radicalidad. Cuando la proporción es justa, nuestras protecciones imaginarias ceden y la fórmula nos rasga la piel. Nuestros presupuestos ya no serán los mismos, nuestra mirada al mundo ha cambiado. Pero el asunto no ha hecho más que empezar. Una vez acusado el golpe hay que desmontar la siguiente reordenación ya en marcha.

La soledad a la que nuestro goce nos condena es una de estas fórmulas tan ciertas como insoportables. Desvela demasiado a las claras nuestra condición de exilio. Nos coloca delante del velo, ya un tanto inservible, con el que hasta entonces mirábamos el mundo. Hay sin duda algo trágico en ello, una relación ética que recupera su origen en la tragedia. La construcción simbólica no alcanza, no la somete. Un nombre clásico para esta soledad es la muerte del Padre, hace no mucho la muerte de Dios. Pero interesa pensar el después, qué nos ocurre a continuación. Pensemos en la operación que se abre, la posibilidad de los trasvases, entendidos como modos de navegar que no respetan la separación de las aguas entre lo simbólico, lo imaginario y lo real. Parafraseando a Spinoza, nadie sabe lo que puede la soledad de un cuerpo. La hipótesis que seguiré es que estos trasvases transforman nuestro modo de gozar. Lo que no implica que las fórmulas que expresan la soledad del goce queden invalidadas. En absoluto. Vamos del titular a la letra pequeña. El goce sigue siendo solitario, pero de otro orden, más presto a un cierto contagio. Un contagio que puede afectarnos, transformar nuestra soledad.

En cierto sentido es abrir una continuidad entre la perspectiva discontinua y la continua. En fin, cada cual intenta sus imposibles. Intentaré aclararme introduciendo un afuera.

Escena primera. Un hombre mayor se sirve un plato de comida. Se sienta ante él, vacila un momento, enciende un cigarro. Después se levanta, llama a su hijo, no hay respuesta. Finalmente va hacia la terraza. Aparta una planta. Tiene la vista dirigida fuera del plano. ¿Dónde está? ¿Está su mirada en su más allá, o en su más acá? No sabemos. Siguiente escena, el hijo tiene entre las piernas la urna funeraria con las cenizas de su padre.

Éste es el impactante inicio de ¿Qué hora es allí?, una película de Tsai Ming-liang, donde los fantasmas hablan.

Puede que no sea del todo intrascendente saber que este director, de origen chino, nació y vivió en Malasia hasta los 20 años antes de pasar a residir en Taiwan. Un hecho que le sirve para interpretar que su hogar puede ser cualquiera, que puede pasear su soledad donde le plazca. Está bien, cada uno fabrica sentido como puede, pero aprovechemos la endeblez de su velo identitario para ver qué ha hecho con las zonas de tránsito. Cómo ha enfrentado sus encuentros, cómo nos dibuja las relaciones, y, sobre todo, qué nos da a ver, cuáles son sus intervenciones. Es esto último lo que más nos interesa, lo que llamamos su arte, el material que nos devuelve su manejo con lo real.

El suicidio del padre trae a este mundo el de los muertos. Se ha abierto la rendija por la que se cuela el espectro, que perseguirá a los vivos espesando al límite sus soledades. La metáfora es el enorme pez que viene a encarnar la presencia bestial del padre muerto en el hogar, con apenas espacio para dar vueltas en su pecera. La ley se ha quebrado, no por la vía del asesinato, como en Hamlet, sino por la vía del suicidio, y los protagonistas tendrán que hacer frente a su real hasta entonces velado. O sea, que la ley tenía sus deficiencias, pero ha llegado el tiempo de que estallen.

Está la soledad de la madre, que enloquece tapando a cal y canto la casa para que el espíritu del marido no la abandone. Está la soledad del hijo, que por momento vive su particular encierro en su habitación, sin poder salir ni para mear. Intentará hacer frente a la locura de la madre pero ésta ya hizo su elección. Seguirá entonces su vida vendiendo relojes en un puesto callejero. Por cierto, rodado en un puente peatonal justo antes de su demolición. Estos detalles nos hablan, como veremos, del director. Pero seguimos con los relojes, que es por donde se va a evidenciar el doble guiño a occidente, el afuera del director que articula la película. La compra de un reloj va a introducir la tercera soledad, la de la joven que se empeña en comprarle al protagonista, no uno de los relojes que vende, sino el suyo propio. Ella busca un reloj con doble horario antes de viajar a París, y quiere el suyo. Él le dice que da mala suerte vender algo personal estando de luto. Ella insiste, él termina cediendo. Esta emergencia de un deseo más allá del límite traerá inesperadas consecuencias. En pocas palabras, el tiempo se disloca, the time is out of joint, como dijo Hamlet a Horacio al final del Primer Acto tras la aparición del espectro de su padre. Con ese reloj partirá ella a París, donde, por supuesto, no encontrará el amor. Y tras ese reloj-amor-imposible volará el alma perdida del joven. Ninguno puede vivir ya en su tiempo y su espacio. Los vivos no viven una vida más real que la de los espectros. O es su verdadero real en el que viven.

Tsai Ming-liang retrata como nadie estas soledades infinitas, esos cuerpos que gritan su goce sin poder alcanzar nunca otro cuerpo que los detenga, ni siquiera que los alivie. Asistimos a posibilidades de encuentros que no pueden ser leídos o ensayos que culminan en fracaso. Cada uno está en su deriva, en su derrota particular.

Hasta aquí, la versión radical de cada uno en su mundo, la soledad que impone, aun en los encuentros, el desencuentro. Pero hay algo más. Por un lado, los fantasmas no paran quietos. Por otro, los desencuentros no dejan de producir encuentros inesperados. Son los trasvases de los que hablamos. Ocurre lo que no puede dejar de ocurrir, tanto del lado de la imposibilidad, como del lado de la posibilidad. Así vamos entrando en los distintos niveles de esta película que terminan rompiendo los límites de la misma. Veamos, lo que sucede en pantalla nos llevará a lo que sucede más allá de la pantalla.

En la pantalla, mientras la joven puede leer en su reloj la hora real de París, su mente está en la hora de Taipei. Su estancia en París evidencia la endeblez de su fantasía. No la sostiene. Y a la inversa, el corazón del protagonista se ha quedado en Taipei, pero sin su latido, que está en París. ¿Cómo responde? Busca recuperar su latido real cambiando de hora todos los relojes de la ciudad. Es la parte graciosa de la película, este empeño insensato por traer el horario parisino a Taipei, una metáfora maravillosa del empeño del propio director por llenar de vida el cine taiwanés con su lectura de la nouvelle vague francesa.

A continuación, los tres personajes irán de una soledad a otra. Por ejemplo, el protagonista, que va de la pérdida del padre a la del amor, en versión melancólica, lo que le llevará a un curioso hermanamiento cinematográfico. El joven busca una película donde se vea París. La elegida es Los 400 golpes, la primera película de Truffaut, donde aparece por primera vez su alter ego, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud). El alter ego de Truffaut es ahora también el de nuestro protagonista. Los fantasmas se han puesto a jugar. A dar vueltas a toda velocidad, como en la imagen elegida. Y los trasvases se acentúan. Ya no pararán. Jean-Pierre Léaud se aparecerá como él mismo a la chica en un cementerio de París. Es una aparición real, Jean-Pierre Léaud le escribe en un papel su nombre real. Y en la última escena es el fantasma del padre el que dará la hora, como puro fragmento visual, en la noria infinita del tiempo.

Bueno, ya tenemos casi todos los elementos de lo que son propiamente los trasvases, los del cine y los del cine dentro del cine. Pero nos quedan los del otro más allá. Sí, todavía hay otro grado de trasvases, que lleva la marca personal del director, y donde vemos su particular manejo con lo real. Aquí los trasvases son inundación y el espectador que aguante la apuesta saldrá empapado. Porque los diálogos no se producen sólo con el cine y dentro del cine, Tsai Ming-liang crea su propia narrativa más allá del tiempo y del formato de sus películas, y sus protagonistas pasan de una a otra. Véase la anterior, la perturbadora El río, o las posteriores, el corto El Skywalk es pasado y la posterior El sabor de la sandía, con las que ¿Qué hora es allí? hace trilogía. Sólo un detalle de estos cruces: en ese corto, la chica acaba de regresar a Taipei y se encuentra perpleja mirando hacia el ya inexistente puente donde compró el reloj al chico. Mira su ausencia. Tampoco en Taipei el amor será posible.

Pero, como decía, todavía hay un nivel de trasvase más allá, que introduce lo real. Es el pasaje de la vida al cine. La escena real es la siguiente. Estamos en 1992, Tsai Ming-liang pasea por Taipei pensando en la realización de su primer largometraje. Ve a un joven, lo aborda. Es un enamoramiento a primera vista. Me hace recordar el de Joyce por Nora, también en plena calle, para no separarse jamás. Bien, este joven es Lee Kang-sheng, su musa desde entonces. Es su Jean-Pierre Léaud, su huérfano, pero también su pareja en la vida real. De todas formas, no es todavía éste el detalle, digamos fuerte, del trasvase. Se trata del grado de intervención que le deja hacer en sus películas. Se abren así, para que ya no sean sólo suyas. Lee Kang-sheng tiene carta blanca para introducir su vida en la de sus personajes, cualquier detalle es bienvenido. Lee Kang-sheng es invitado a movilizar este afuera para sacar a Tsai Ming-liang de su soledad, y juntos ofrecer al mundo los retratos más impresionantes sobre la soledad que se hayan podido filmar. No sólo el tiempo ha salido de sus goznes, también la respuesta del artista. Un amor que se introduce como polizón en nuestra soledad. Como espectadores, participamos. Se ha producido ese pequeño y paradójico milagro: nuestro mundo, bien reflejado en su radical soledad, ha entrado en comunicación.